jueves, 3 de marzo de 2011

Miedo

Caminábamos la tarde triste, mirábamos desorientados y parecíase que todo aquello era una bola de espejos quebrados y voces de muerte. Yo, sin escuchar el aire que venía de todo lo que yo no era y llegaba, rebotado, cargado de sonidos; yo, caminaba y mi cabeza se volvía evolucionante con mis pasos, con la vista envejecida, casi oscura por la noche que de pronto se caía, fija, dolida por la ausencia de mis párpados bajando y subiendo esforzados instantáneamente. Recogí entonces de nuevo el sentido y la conciencia de que andaba, y lo tomé en brazos, lo arropé, hasta envolverme con su esencia. Vi delante de nosotros, en la calle que se nos iba olvidando a trozos, una puerta gris y sucia, apestante, y ruidosa casi sin moverse. Animé a mis compañeros (y de ello fui culpable yo, sin duda). Impulsamos nuestros cuerpos, erguidos, capaces de movimiento; y cuando entramos se nos recogió la vida. Algunos quisieron llorar y ni siquiera pudieron. La puerta quedó cerrada. Una luz fría yacía en el fondo del pasillo que sólo reconocimos con la inestimable ayuda de ciertos ecos de luz helada. De ese fondo iluminado surgían y nos llegaban sonidos pesadumbrosos, horribles, como harapos que cantaran. Avanzábamos forzando la vista y palpando las agrietadas paredes del angustioso pasillo. Ahora recuero que vi un cuadro de calaveras y luego uno de paisajes nevados con espejos como soles que caían y hacían sangrar la nieve. Por fin entramos cegados, la luz olía mortal, olor a muerte y sangría de pan y unas flores que decían el fin del fatal final. De pronto, el horror se apoderó de todos. Unos gritaban; otros, en pareja, se apresuraban violentamente contra los rincones, a derecha e izquierda; algunos, quedándose quietos, parecíase que fueran las estatuas de una fuente de llantos en vez de aguas. Aquella criatura espeluznante que se nos presentaba erguida y abierta en dolores, se arrastraba hacia nosotros. Nos separaba un juego de sillas y mesa de comedor (todo un detalle, por cierto). De pronto se elevó y esparció sobre la mesa su mugriento y desbordante vientre de tristemente madre fracasada; y todos, infantiles, volvíamos a nacer, gimiendo y llorando, “in hac lacrimarum valle”.

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